La respuesta del artista

Me refiero al artículo “Los artistas argentinos en el Premio Di Tella 1965” publicado en La Prensa de la fecha y firmado por el Sr. E. Ramallo.

Me parece natural que el cronista sume su voz a la mayoría de las opiniones condenatorias del Premio Di Tella de este año y de años anteriores: el Premio Di Tella pretende fomentar y exponer las corrientes renovadoras de la plástica local; es casi condición necesaria que toda renovación implique la reacción más o menos violenta de los grupos conservadores. Ese artículo, así como la mayoría de las crónicas sobre los Di Tella, indica que por lo menos aquella condición está cumplida: ya es algo aunque creo que hay mucho más que eso.

Me parece natural y humano que el cronista, quizás sin darse cuenta, pase por el plano de la crítica y llegue hasta el de la teoría del arte pretendiendo dictar los reglamentos a los cuales deberían ajustarse los artistas. Parece que el cronista quisiera descartar del arte aquello que sea crítica acre o corrosiva y sugiere que se impida la exposición de obras que “no permiten dudas sobre su filiación y por lo tanto sobre sus fines”. Quitar la crítica del arte es cortarle su brazo derecho, limitar la crítica a lo que no sea acre o corrosivo es ahogarla con azúcar; prohibir la exhibición de cuadros porque el espectador puede darse cuenta que el autor es comunista y sus fines son la implantación de la dictadura del proletariado es pretender introducir la discriminación ideológica en el arte, es la censura previa: esta escultura parece ser de un comunista y parece querer decir Viva Lenin: afuera. Aquella otra no evidencia color político: adentro. Creo que ni a MaCarthy se le ocurrió una idea semejante; creo que ningún artista aceptaría lo que el Sr. Ramallo propone: eso sería reducir al artista a ser un fabricante de adornos para generales. Los cuadros son buenos, malos o mediocres, son fuertes o débiles, son renovadores o tradicionales, independientemente de que aparezca o no la evidencia de la filiación política o de los fines que persigue el autor.

Me preocupa que, dada la forma como el cronista describe mis trabajos, alguien pueda interpretar que soy comunista y me agreguen a las listas negras de la SIDE con las consiguientes molestias. Me parece prudente entonces aclarar que no soy comunista, que no soy anticomunista y que me preocupa profundamente la guerra de los EE. UU. contra el Vietnam. Mi opinión sobre este tema coincide con Bertrand Russell cuando dice: “Sé de pocas guerras llevadas a cabo con más crueldad o más destructivamente, o con mayor despliegue de cinismo, que la guerra entre los EE. UU. y la población campesina del Vietnam”. Coincide con la del filósofo norteamericano, titular de la Medalla Presidencial de la Libertad, Lewis Munford cuando le escribe a Johnson para manifestarle su “repugnancia” por la política de los EE. UU. en el Vietnam.

Mi “intención agresiva hacia un determinado país” se limita a unir mi protesta a la de todos aquellos que en nuestro país, en los EE. UU., en Europa, en Asia y en todo el mundo, luchan en una u otra forma para que el gobierno de los EE. UU. ponga fin a su política de matanzas en nombre de Cristo.

Y la opinión que tengo de ese gobierno coincide con la que Paulo VI tiene del gobierno norteamericano de Truman, cuando 20 años atrás tiró la primera bomba atómica, es decir pienso que Johnson y sus generales son los ultrajadores de la civilización, los carniceros de vidas humanas. Es posible que el Papa dentro de 20 años diga de Johnson lo mismo que dijo de Truman. Es posible que alguien, en el frenesí anticomunista que nos rodea, diga que B. Russell y L. Munford son comunistas, pero me parece más difícil decirlo de Paulo VI.

Pero el fondo del asunto es otro; porque lo que pretendo con esas piezas es, como dice el cronista, “enjuiciar nada menos que a la civilización occidental y cristiana”. Porque creo que nuestra civilización está alcanzando el más refinado grado de barbarie que registra la historia. Porque me parece que por primera vez en la historia se reúnen todas estas condiciones de barbarie: el país más rico y poderoso invade a uno de los menos desarrollados; tortura a sus habitantes; fotografía al torturado; publica las fotografías en sus diarios y nadie dice nada. Hitler tenía todavía el pudor de esconder sus torturas; Johnson ha ido más lejos: las muestra. La diferencia entre ambos refleja las diferencias en las responsabilidades de los pueblos: los alemanes pudieron decir que ellos no sabían lo que pasaba en los campos de concentración de Hitler. Pero nosotros, los civilizados cristianos, no lo podemos decir.

Porque nosotros las caras de los torturados las vemos todos los días en nuestros diarios, los mismos diarios que nos hablan de la libertad, de los derechos del hombre y a los cuales no se les ocurre decir que uno de los más elementales derechos del hombre es el de no ser torturado y que si alguien sabe de una tortura, y no hay mejor documento informativo que la fotografía del hecho sacada y publicada por el torturador, exprese por lo menos una condena verbal. Pero nosotros los civilizados aceptamos todo lo que nuestros diarios resuelven que debe ser aceptado, todo lo que está atractivamente envasado. Y así es como las fotografías de la peor lacra de la humanidad han pasado a ser un objeto más de nuestra producción técnica, otro objeto de intercambio. Porque las fotografías no son publicadas como una condena, con sentido crítico, son publicadas porque aumentan las ventas del diario o la revista, como las fotografías que publican las revistas sensacionalistas: crónica negra.

Esas fotografías y la pasividad de los pueblos occidentales, son el símbolo de nuestra avanzada barbarie. Y otro signo de barbarie es la reacción del cronista de arte quien, cuando encuentra esas mismas fotografías pegadas en una caja con una intención de “crítica acre o corrosiva”, no se le ocurre condenar la tortura: lo único que se le ocurre es pedir que se prohíba la crítica a la tortura. No se pregunta si los bombardeos a las escuelas del Vietnam son ciertos; lo que pide es que no se lo digan desde un cuadro y no se muestren las banderas de los EE. UU. en las alas de los aviones.

Ignoro el valor formal de esas piezas. Lo único que le pido al arte es que me ayude a decir lo que pienso con la mayor claridad posible, a inventar los signos plásticos y críticos que me permitan con la mayor eficiencia condenar la barbarie de Occidente; es posible que alguien me demuestre que esto no es arte; no tendría ningún problema, no cambiaría de camino, me limitaría a cambiarle de nombre: tacharía arte y las llamaría política, crítica corrosiva, cualquier cosa.

Lo saludo muy atentamente.

León Ferrari

 

El Museo Nacional de Bellas Artes agradece a la Fundación Augusto y León Ferrari Arte y Acervo (FALFAA).

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