* Texto leído en el Primer Encuentro de Buenos Aires: Cultura 1968, organizado por Margarita Paksa en la SAAP (Sociedad Argentina de Artistas Plásticos), el 27 de diciembre de 1968. La transcripción respeta la ortografía de la versión original.
Al hacer este balance de la cultura pienso que debemos tener en cuenta que “cultura” es una sucia palabra, y que la más usada de sus muchas acepciones es la que implica que cultura es una parte de los bienes que poseen algunos reducidos grupos sociales. Me refiero en especial a la cultura estética. Las ciencias, humanidades, etc., si bien comparten algunas de las características de la estética, tienen otras que las diferencian.
Me parece que hay una suerte de escondida e inconsciente complicidad entre las élites productoras de dinero y las élites productoras de cultura estética para limitar el significado de aquella palabra a lo que ellos mismos hacen, compran o usan. En plástica, por ejemplo, cultura generalmente significa, y significaba para muchos de nosotros hasta hace muy poco tiempo, la historia oficial y culta del arte, en especial la más reciente, es decir el impresionismo, el cubismo, el surrealismo, la abstracción, etc. Nuestra actividad estética sufría una fuerte influencia de aquella historia y nuestros propósitos se dirigían a participar en la elaboración de un nuevo eslabón de aquella cadena de escuelas, a producir una nueva rotura, un nuevo sobresalto, algo que se solía llamar “revolución” en el arte, y que luego se transformaría en un nuevo peldaño en la escalera del arte culto, escalera que es sólo transitada por sus constructores, por sus compradores, por un pequeño público de gustadores de arte, y por los intermediarios, críticos, periodistas, funcionarios de la cultura estatal, etc.
La actividad artística suele estar gobernada por un intercambio de prestigios. La élite del dinero prestigia a los artistas financiando los salones y premios estatales y privados, prestando espacios en sus medios de información para publicitar al arte, para ir escribiendo por medio de los teóricos y estetas la historia del arte que ella prefiera, y publicando los libros y revistas que jerarquizan, que sacan de la nada, las obras que ella elige.
Los artistas así aureolados por la élite le entregan en canje sus cuadros, sus poemas, su música, todas esas cosas que la élite del dinero necesita y utiliza como señaladores de prestigio cultural y con los cuales justifica su poder y su dinero.
El arte, proclamado por sus autores y por sus compradores, como una de las más generosas y elevadas actividades humanas destinado a enriquecer la vida de todos los hombres, es en realidad un adorno de un pequeño reducto desde el cual los grupos adinerados lanzan sus campañas de represión, sus cuartelazos militares, su policía brava, sus bombarderos. El arte no sirve hoy para enriquecer la vida humana: sólo se usa para complacer a unos pocos y para que éstos la usen como un arma más para poner la vida humana a su servicio, al servicio de las minorías cultas o seudo cultas.
Los artistas en general no saben, no se dan cuenta, que son los colaboracionistas de los gobiernos del dinero sostenidos por los fusiles y justificados por la cultura occidental y cristiana, que ellos están prolongando. No se dan cuenta que cada vez que se produce un levantamiento revolucionario en alguno de los países llamados económica y culturalmente subdesarrollados, la cultura occidental es una bandera que instantáneamente aparece y acompaña a la policía, a los que así como gran parte de la cultura alemana era nazi, la cultura norteamericana, que en parte es la nuestra como occidentales, participa en algún grado de la conducta de sus clases dirigentes, apoyadas por la mayoría de los norteamericanos, que paralelamente a la fabricación de sus bombarderos y con el mismo dinero, se preocupan por fomentar su arte, desparramar su cultura, endiosar a sus artistas.
Una buena parte de la cultura estética que hoy se produce tiene una característica que en el pasado no poseía: su impenetrabilidad; la limitación en el público que llega hasta el arte contemporáneo no se debe entonces solamente a la valla del dinero, a ese mínimo nivel económico necesario para tener tiempo, energías y estado de ánimo como para buscar y gustar la obra de arte, sino que a eso se suma el tipo de obra que se produce, que es en general inaccesible, incomprensible, para el común de los mortales.
Pareciera que las clases pudientes, en su afán por diferenciarse del pueblo, en su afán por buscar un señalador que los distinga de las “masas” y que no pueda ser vulgarizado y utilizado por otros, perdiendo así su característica diferenciante, hayan fomentado a los artistas en especial a la vanguardia, a producir los indicadores más incomprensibles, las palabras más difíciles, los signos más impenetrables para que, expuestos a la luz del día, continuaran conservando ese carácter de secreta contraseña de la logia de la cultura y del poder. Los artistas, al producir esas contraseñas, se desinteresaron en su mayoría de todos aquellos que sus obras no comprendían, el pueblo, y establecieron en cambio una activa interacción, un dar y recibir, con el público que decía comprenderlos, es decir, con la élite del dinero y sus intermediarios.
Es posible que se piense a esta altura en las diferencias entre las diversas escuelas y grupos y se suponga que existen diferencias en el grado de inconsciente complicidad de los artistas con su pequeño público. Si bien tales diferencias existen en algunos pocos casos, con la mayoría sólo se trata de matices estéticos. Me parece que la realidad es esta: la élite del dinero no es un todo indiferenciado sino que comprende grupos distintos con gustos distintos; existe una cierta estratificación cultural que demanda un estratificado suministro de señaladores de prestigio cultural, de objetos que adornan su vida y sus casas. La estratificación de los artistas, que abarca de la academia a la vanguardia, responde a las exigencias de ese mercado consumidor. Ese mercado tiene galerías, salones, críticos y teóricos para todas las tendencias. Las luchas internas, las críticas despiadadas de una a otra escuela, academia versus vanguardia, figuración versus abstracción, que parece reflejar grandes divergencias ideológicas, en realidad sólo se refieren a distintas opiniones estéticas por la competencia personal y las luchas de prestigio, que desaparecen cuando se observa la realidad del conjunto de casi todo el arte contemporáneo aislado del pueblo y al servicio de las clases adineradas.
En la asociación del adinerado con el artista surgió un arte que tiene un casi constante común denominador, un invisible reglamento académico que gobierna a casi todas las obras contemporáneas y en especial a las vanguardias que se precian de ser antiacadémicas: la preponderancia de la forma sobre el significado que o no existe o es intranscendente, oscuro o accidental. La obra no refleja el pensamiento de un autor y menos su ideología: se limita a ser una composición formal destinada a complementarse con la personalidad del espectador para excitarlo, conmoverlo, sorprenderlo o complacerlo, pero sin decirle nada claro y racional. Lo que el autor del cuadro puede eventualmente querer decir es presentado en forma tan confusa que, al pasar por el filtro de la sensibilidad del observador, se transforma en cualquier cosa que este desee o le plazca interpretar.
Algunos artistas rompieron aquel reglamento y se propusieron transmitir ideas, críticas, política, con sus obras. Sufrieron uno de estos tres destinos: o fueron prohibidos por la censura policial o la autocensura de los intermediarios; o fueron ignorados por los medios de información y por los intermediarios; o fueron alborozadamente festejados por la élite que esos mismos cuadros estaban atacando. El triunfo de las obras significó el fracaso de las intenciones. La denuncia fue ignorada y el arte fue aplaudido: el arte se convirtió en el enemigo del denunciante, en el apaciguador de sus rencores, en el tranquilizador de sus ideas. Frente a esos cuadros políticos casi nadie habla de política, todos hablan de arte. La denuncia es comprada por el denunciado y usada no sólo como señalador de prestigio cultural, sino también como señalador de esa tolerancia, de esas libertades que, como la libertad de expresión y de prensa, constituyen otro de los mitos que maneja con eficacia la elite del dinero.
Para volver al tema de esta reunión, me parece que en 1968 se han producido, además de todo lo negativo que dio este año, algunos hechos que tendrán influencia en nuestra futura estética. Limitándonos al campo de la plástica algunos de esos hechos son:
La formación de un grupo de arte político constituido por artistas que, desde hace años y contra la indiferencia y a veces al rechazo de una buena parte del medio cultural, trabajan en esa tendencia, con otros que ahora se inician, y que se concretó en el homenaje al Che, segunda edición de la muestra que se realizó en 1967, y que me parece fue uno de los mejores ejemplos de arte con contenido claro, directo y eficazmente transmitido. La suerte de la primera muestra, clausurada bajo amenaza policial, y de la segunda casi totalmente ignorada por los medios de información, señala el destino que aguarda a las obras que hieren o desagradan a las clases que nos gobiernan o a sus representantes policiales o militares.
Un segundo hecho lo constituyó la desintegración de la vanguardia formalista que se agrupaba alrededor del Instituto Di Tella, Museo Nacional, Museo de Arte Moderno, Premio Ver y Estimar, etc., de la cual se desprendió un numeroso grupo de artistas de Rosario y de Buenos Aires con el cual trabajé, y que produjo además de la muestra-denuncia Tucumán Arde, clausurada también bajo amenaza policial en la CGT, numerosas conversaciones y discusiones que sirvieron para aclarar y fundamentar la posición de nuestro grupo. Entre ellas quizá la principal la de renunciar a todo tipo de premio, galería, etc., que integre el circuito controlado por la élite.
Un tercer hecho que me parece importante es un cambio en la actitud de algunos artistas de izquierda que solían antes agruparse con artistas ideológicamente indiferentes o liberales, obedeciendo a coincidencias estéticas y olvidando diferencias ideológicas, y que ahora en cambio adoptan la actitud contraria: las coincidencias ideológicas están por encima de las divergencias estéticas. Este cambio de actitudes ha hecho posible la realización de este
encuentro, excelente idea de su organizadora Margarita Paksa, y señala además que las formas estéticas no nos interesan por sí mismas sino por su utilidad para transmitir ideas. De modo que la larga serie de escuelas cuya principal caracterización era formal es abandonada. Nosotros nos agrupamos no con quienes usan las mismas formas sino con quienes tienen las mismas ideas y quieren usar la estética para expresarlas y luchar por ellas. Esta no es una escuela formal, este es un grupo que se distingue por los significados, la intención y los propósitos de su obra, cualquiera sea la forma elegida, óleo, fotografía, cine, etc. El arte se mide por la eficacia de la obra.
La duda que seguramente quedará planteada en esta reunión es la siguiente: ¿Sirve realmente la estética, el arte, para hacer política? ¿Sabremos nosotros usar, para otros fines, la experiencia estética que adquirimos haciendo cultura para la élite? ¿Podremos desembarazar nuestra sensibilidad de los vicios allí adquiridos para poder acercarnos a todo ese mundo de la cultura popular que la élite rechaza y hacer entonces una estética antiélite que nos permita comunicarnos con los sectores sociales cuya ideología compartimos?
Me temo que la respuesta puede ser negativa, que la estética no sirva, que no sepamos usarla, que no logramos inventar otra. En tal caso, me parece, será mejor buscar otras formas de acción y de expresión.
León Ferrari, Castelar, 25 de diciembre de 1968